No sólo el arte, cuyo viejo carácter esotérico y sus ancestrales concomitancias con la magia manifiestan, desde antiguo, su proclividad hacia lo equívoco, también la naturaleza o, si se prefiere, nuestra percepción de la naturaleza, resulta, multitud de veces, engañosa. La personal experiencia de todos y cada uno de nosotros parece, en alguna medida, avalarlo. Sin ir más lejos, esta misma noche de mediados de otoño he estado oyendo cantar a un grillo entre los escasos pinos del extrarradio en que vivo. Por algunos momentos, al abrir el balcón, he «vivido» la prolongación del verano en el canto —insistente, firme, vibrante— del solitario y heroico grillo. Y he permanecido sumergido en el equívoco hasta que, bien pronto, la realidad termométrica de la fresca noche de otoño me ha devuelto al tiempo real y me ha obligado a distanciarme, cristales y otras materias aislantes por medio, del obstinado canto del grillo y su ficticio verano, su apariencia de verano.

Tan diminuto suceso me ha hecho recordar la vieja aseveración de que no hay que fiarse de las apariencias, que las apariencias engañan, y he acabado considerando que, a pesar de la mucha ganga tónica que acarrea, tal aseveración resulta un consejo saludable. Me arriesgaría, incluso, decir que especialmente saludable en todo cuanto concierne, o puede concernir, a esa específica actividad humana que llamamos arte, sin excluir ninguno de los niveles de tal actividad, desde el meramente psicoIógico al más sofisticadamente intelectualizado, desde —pongamos por caso— la unción sensorial del ojo a las más elevadas categorías de la conciencia. Sí, hay ,e desconfiar de las apariencias, por más que se acompañen con cantos de grillos obstinados o vuelos de golondrinas prematuras. incluso cuando se adornan con todos los ropajes de la evidencia, porque la evidencia, o eso que se llama evidencia, resulta ser el territorio mismo de la falacia, su geografía específica. (Recuérdese, en este sentido, el ejemplo anotado por Gramsci en sus «Cuadernos de la cárcel»», aquel del clérigo que en su sermón ridiculizaba los entonces actualísimos intentos de la ciencia por analizar los procesos cognoscitivos a partir de la realidad percibida, afirmando que tal procedimiento era aberrante pues que podía llevar a la negación de la existencia de las cosas reales, evidentes, tal como la torre de la iglesia. Y recuérdese cómo Gramsci desvelaba el mecanismo del engaño, o más bien el mecanismo de la perpetuación del engaño, en los esfuerzos del clérigo del ejemplo por desacreditar hasta la posibilidad misma de la transformación del pensamiento, negando así su carácter dialéctico e identificando, con el recurso a la evidencia, conocimiento de la realidad y realidad, ilusión óptica y realidad, prejuicio ideológico y realidad, etc.)

Estas digresiones me han parecido necesarias, quizá como ejercicio penitencial, después de haber contemplado, también en este otoño, una serie de obras recientes de Castejón, obras expuestas en Elche, su ciudad natal. Conviene aclarar que ver, o tener la oportunidad de ver, una muestra de Castejón por aquí, no es un hecho cotidiano, ni mucho menos. Porque, siendo ilicitano —de nacimiento y de participación, aspecto este último que manifiestan, entre otras actividades suyas, la desarrollada como miembro fundador del «Grup d’Elx» y cómo componente activo del grupo teatral «La Carátula’»— Castejón es un prematuro y tenaz emigrante de este conflictivo sur valenciano, una especie de hijo pródigo que suele dilapidar su herencia creativa lejos —a veces sólo relativamente lejos y otras, las más, radicalmente lejos— de su comarca nativa, del Baix Vinalopó. El hecho del paisanaje, pues, no suele resultar una garantía de mayor información, ni siquiera de una información medianamente regular y directa, de la actividad artística de Castejón.

Con lo que existe el peligro de que cualquiera de sus esporádicas exposiciones aquí pueda ser interpretada, más allá de su natural dimensión diacrónica, como la representación totalizadora, paradigmática, del conjunto de su poética personal. Y en el caso de la última exposición de Castejón por estas comarcas fronterizas, la confusión estaba, hasta cierto punto, justificada: al visitante, experto o no, le resultaba difícil sustraerse a la ilusión de encontrarse ante un universo plástico concluso, elaborado hasta sus últimas consecuencias, coherente, de una extraordinaria madurez expresiva; un universo cuyos componentes plástico e ideológico se formalizaban icónicamente en un conjunto que podía ser la equivalencia o la réplica a los que forman esas ya clásicas galerías de retratos de reyes, prohombres o antepasados famosos que adornan el interior de cualquier palacio en el que desee mantener un cierto color de época, un cierto prestigio secular. Sólo que las «personalidades» retratadas en esta galería de Castejón tenían facciones de perros. O, tal vez al revés y más precisamente, eran en verdad retratos de perros, de perros vestidos con ropajes humanos, adornados con oropeles humanos, perros adoptando poses humanas, repitiendo expresiones humanas, perros captados en plena representación, quizá grotesca, de la comedia humana, «pedigree» incluido.

Podía tratarse, entonces, de la fábula. De jugar, otra vez, con los viejos elementos de la fábula, de retomar el discurso simbólico y racional de los fabulistas clásicos y volver a manifestarlo —en versión plástica— a través de su esquema más popularizado, aquella especie de transformismo metodológico que consistía, las más de las veces, en dotar de características humanas —lenguaje, pensamiento, raciocinio, hábitos y moral—a las bestias y a sus comportamientos. O, inversamente y lo que viene a ser lo mismo, en adjudicar a las bestias comportamientos humanos típicos, genéricos o, cuando menos generalizables. De cualquier forma, la sugestión de la fábula está clara. Incluso demasiado clara: no se precisaba de ningún esfuerzo para percibir, en los perros retratados por Castejón, la altanería vanidosa, el orgullo pueril, la dignidad forzada de ese personaje humano que, repitiéndose desde siempre, sucediéndose en el tiempo al ritmo de las derrotas colectivas que constituyen su peana, concede algunos minutos de su hora triunfal para que el retratista eternice la imagen de la gloria y sus atributos, su imagen «personal’. Sí, demasiado fácil, sospechosamente fácil la sugerencia de la fábula que una interpretación así implicaba ceder a alguna especie de tentación demoniaca, caer en una trampa urdida por el diablo de as simplificaciones, el que maneja los automatismos de la mente para relacionar entre si percepciones puntuales y memorias dispersas, imágenes nuevas y recuerdos viejos. Y si es cierto que, como actividad creadora, tal automatismo ha llevado, en ocasiones ya históricas, a encuentros sorprendentes y a confrontaciones insospechadas, en esta oportunidad —y creo que en cualquier oportunidad en que el apareamiento se produzca entre datos culturales nuevos y residuos ya inoperantes de viejos datos culturales—, conducía a una lectura lineal, casi unívoca, de las obras de Castejón, Una lectura que, en gran medida, venía a contradecir la misma riqueza formal y significativa que las imágenes manifestaban.

Sí, conviene desconfiar de las apariencias, de las evidencias, de las significaciones explícitas. Pero conviene, también, detenerse, con algún rigor, con alguna morosidad, en las apariencias, en las evidencias, en lo explícito, e intentar ver, al menos, si traslucen una realidad distinta, en el bien entendido de que no vamos a intentar, también nosotros, confundir realidad y conocimiento de la realidad, confundir lectura y texto. Por esa razón resultaba, a mi entender, muy necesario describir con alguna extensión el contenido inicial —el que resultaba de un primer nivel de percepción, teniendo en cuenta las condiciones ya apuntadas— de las últimas obras de Castejón y por eso, creo, es también necesario intentar una nueva lectura, menos primaria, de los elementos presentes en tales obras, enfocándolos desde una perspectiva más histórica, más diacrónica, en el seno mismo de la actividad artística de Castejón. Y, para eso, es imprescindible despejar algunas incógnitas en cierta manera espectaculares, insólitas: la de la relación —de negación, rectificación o continuidad— entre el mundo expresivo, en primera instancia autosuficiente, de la «fábula», y el implícito de sus etapas anteriores; la del carácter contradictorio o equívoco —según la perspectiva que se adopte ante el hecho artístico, según el punto de vista del emisor o del receptor— que se manifiesta, también, también en primera instancia, entre i,a diafanidad de las imágenes y la inconcreción de su función fabuladora; finalmente, el sentido que —regresivo o progresivo, teniendo en cuenta o prescindiendo de los antecedentes, etc., etc.— indican, con respecto a sus desarrollos futuros, los elementos estéticos que componen esta fábula canina de Castejón.

Lo usual, en casos similares y si se sigue una normativa ya casi mecánica, sería prescindir del presente, remontarnos a los orígenes a través de la experiencia y la documentación y rastrear —perdón por la expresión, acaso tendenciosa—desde allí, los rasgos de una evolución plástica cuya meta estaría en estas creaciones últimas, a las que llegaríamos cargados de antecedentes, síntomas y demás armamento lógico, en condiciones de efectuar su lectura definitiva, incontestable. Pero en contra de tal uso se manifiesta la posibilidad, y hasta el peligro —implícito en aquella primera y espontánea lectura fabuladora— de que la meta quede desplazada más allá o más acá de la realidad, de que nos tropecemos con algún que otro muro infranqueable, con alguna que otra no man’s land» desconcertante, de que el rastreo —perdón, otra vez— concluya en las antípodas. Y se manifiestan también, acaso de una manera obsesiva y hasta personal, las imágenes de aquellos perros humanos u hombres perrunos que nos miraban desde sus retratos, desafiantes o vanidosos, ridículos o amenazadores, este otoño ilicitano, y que parecen —y quizá sólo sea una impresión subjetiva del comentarista— exigir un protagonismo absoluto en la investigación, en la búsqueda: ellos son los protagonistas, los personajes de esta fábula y hay que tenerlos presentes. Porque de lo que se trata, sin duda, es de establecer su genealogía, su »pedigree». ¿Nacieron, acaso, por generación espontánea?

Lo aconsejable es, creo, dejar los uso y caminar hacia atrás, caminar hacia el origen desde el presente, aunque tengamos que ir dejando piedrecitas o cualesquiera otros objetos que no sean alimento de pájaros, en el camino, para asegurar el regreso. El regreso al punto de partida: los perros, las imágenes de los perros revestidos de humanidad, o… La retrospección nos llevaría, de inmediato, hasta un dato significativo, al menos en el aspecto iconográfico que, por la explicitez de las propias imágenes, resulta prioritario: ni es la primera vez que Castejón «reproduce» perros en sus lienzos, ni este concreto animal tiene—o ha tenido— la exclusiva en su personal bestiario. Antes vinieron las ratas, las águilas, las calaveras de los propios perros. Pero no están solos, no eran elementos monográficos . Estaban también —y venían desde antes, el recordatorio es fácil— los cuerpos humanos. Es necesario tenerlo en cuenta.

Detengámonos aquí, un momento. Una serie de obras de Castejón —reunidas bajo el título genérico de »40 anys d’hístòria», hace tres o cuatro años— insistían en una combinatoria ¡cónica muy sugerente y, además, bastante explícita en cuanto a su intencionalidad: cuerpos humanos en los que ciertos órganos, sobre todo las cabezas, eran suplantados por cráneos de perros o por ratas; ya antes, o simultáneamente, había combinado el cuerpo humano y el de la bestia, o el esqueleto de la bestia y, antes todavía, aparece la cabeza del águila, imagino que imperial, sobre un torso mayestático y hueco, vacío… La descripción de este bestiario cuyo exponente más reciente es la singular galería canina que motiva estos comentarios, ofrece por sí misma indicios suficientes para motivar una relectura, menos lineal, de la muestra. Pero es aconsejable que no nos precipitemos en las conclusiones, sobre todo cuando otros datos, coetáneos de los inventariados y siempre al nivel de la iconografía de Castejón, pueden iluminar con mayor precisión el proceso de esta indagación invertida. Tales datos podrían estar constituidos por el tratamiento individualizado que, alternativamente a sus distintas combinaciones con otras especies animales, daba Castejón al cuerpo humano. No es, en modo alguno, un tratamiento «paisajístico», pese al equívoco a que puede conducir el rigor, e incluso el énfasis, de su dicción anatómica. Por el contrario, es un tratamiento fundamentalmente dinámico, un tratamiento que, decidida y expresamente, intenta apresar más la acción que el hecho, que es más cinético que estático. Basta recordar, de esta concreta etapa de Castejón, la sucesión de dibujos que, a partir de un puño apresado por una mano, devenían simultáneamente fisiología humana e impulso humano: la transformación, dinámica, del puño en hombre. O:remontarnos, muy poco, en el tiempo —apenas un año, el 76— para encontrarnos con el ejemplo, similar en cuanto al procedimiento aunque intencionalmente distinto, del tríptico titulado «Nacimiento de Venus». En cualquier caso, trata de manifestar un proceso, positivo o negativo, de cambio, de reflejar una transformación.

Se podría insistir en algunos aspectos M bestiario iconográfico de Castejón —en que, por ejemplo, no constituyen una glorificación de la animalidad, no son paradigmas de la lealtad o de la agudeza, sino, contrariamente, negación de los valores humanos positivos— pero entiendo que con los datos hasta ahora constatados tenemos motivo suficiente para releer lo que, en principio, parecía una fábula, lo que parecía una galería de retratos de perros representando a hombres. Que una nueva lectura considerando tales datos, nos situarían, más bien, ante el resultado de una transformación, es decir ante los retratos de unos seres humanos convertidos en bestias. Y la propia trayectoria de Castejón podría avalar, de manera muy precisa, tal hipótesis: mirando hacia atrás, con curiosidad, puede recordarse que, iniciándose la década de los 70, una obra concreta —«Evolución del hombre», título significativo— reflejaba, a través de una serie de perfiles concatenados, el cambio de un rostro humano a un rostro perruno. La transformación, la metamorfosis, en fin, como símbolo, como significación poética.