En la obra de Joan Castejón, pienso por ejemplo en la serie 40 anys d’història (1977), hay una voluntad de diálogo y asimilación de lo clásico, 12 así como homenajes y diálogos con distintos artistas, desde Goya a Picasso, de Machado o Walt Whitman a Juan Carlos Onetti. El tono estético de este artista le aproxima, desde su radical soledad creativa, a figuras en las que la búsqueda del tono exacto, no elude los abismos existenciales, antes al contrario trenza en lo estético las vivencias de una cotidianeidad que es, esencialmente, precariedad. “Es probable que en el alma escondida de Castejón, en el dibujante, en el artista, en el pintor, resida esa mirada de extrañamiento, dubitativa y llena de desconfianza frente a la evidencia que sólo es –casi siempre– la máscara de la apariencia.”
13 Hay algo en esta obra de pintura histórica, dotada de una enorme seriedad y abierta, sin embargo, a lo anecdótico, por emplear un término orteguiano, a las “circunstancias”. Por otro lado, el trabajo de Castejón tiene, con frecuencia, tono literario;
14 Vargas Llosa advierte que hoy la pintura “puede, sin abdicar para nada de sus propios fines ni abandonar la modernidad, tener a la literatura como punto de partida.”
15 En todo momento manifiesta un extraordinario virtuosismo, sedimentando en la superficie representativa esa mano que obedece, con toda precisión, a la astucia de la inteligencia. Focillon escribe en Eloge de la main que las manos son casi seres vivos, dotados de un espíritu libre y vigoroso, de una fisonomía: rostros sin ojos y sin voz que no obstante ven y hablan. Siempre es el tacto que sensibiliza la materia, la mano desnuda la que traza, de nuevo, el espacio o, mejor, el paisaje en el que habitamos, preparándonos para la muerte que está edificada a nuestras espaldas como puede advertirse en la magistral obra Paisatge II (1990).
Tenemos que entender el dibujo, la columna vertebral de toda la obra de Castejón, como una estructura compleja de problemas diferenciados, una forma con la que vencer los acontecimientos o la posibilidad para volver a tener presente la imagen que tenemos de ellos; advirtamos la equivalencia que se puede establecer entre dibujar y pensar, siendo en ambos casos procesos que dan cuerpo a una realidad conflictiva. Juan José Gómez Molina advertía en el libro Las lecciones del dibujo que la acción de dibujar nos representa a nosotros mismos en la acción de representar, clarifica los itinerarios de nuestra conciencia, haciéndose evidente ante nosotros mismos: Dibujar es fundamentalmente definir ese territorio desde el que establecemos las referencias. Representar es, por tanto, un acto controlado y difícil de evocaciones y silencios establecidos por medio de signos que somos capaces de descifrar por su preexistencia en la memoria histórica. En las formas del dibujo contemporáneo aparecen situaciones estratificadas en las que las relaciones son entre réplicas de réplicas, formas de segunda generación en las que pueden establecerse relaciones no evidentes.16 Si Jean Arp decía que la escultura es una red para atrapar la luz, el dibujo es la malla que articula la estructura del sentido. Es cierto que no existe el dibujo, sino los dibujos, numerosas estrategias o reconstrucciones imaginarias en las que acaba por acentuarse la complejidad de la representación. Sabemos que un dibujo sin proyecto es imposible; el dibujante, como podemos advertir en tantas piezas de Castejón, se ve a sí mismo en el espejo, comienza a advertir la deformación y patencia de los distintos modelos de cultura: “El salto que ha de dar para pasar de un lado a otro del espejo, es siempre un acto de libertad definitivo.
Entrar es aceptar el libre juego de una realidad que adquiere sentido en la medida que se admiten sus propias reglas. Querer hacerlo con reservas, manteniendo las distancias, es una solución inviable.”17 El dibujo es, ciertamente, en la obra de Castejón, el fundamento de lo pictórico,18 un elemento transmisor del flujo de la vida interior, 19 la herramienta que permite la sedimentación del fondo selectivo de la memoria. La mano de este artista genera una línea tremendamente desenvuelta con la que recrea la idea poética del hombre.
20 Tenemos que retornar de nuevo al origen mítico del dibujo, a ese gesto que intenta atrapar la sombra, ese testimonio de la ausencia que ya he nombrado que es también deseo del retorno, confianza en que la pasión no puede perderse nunca. La mano tiene su propia sabiduría, como esa mirada que descubre la musculatura del mundo y al concretarse en el espacio bidimensional nos revela la extraordinaria experiencia de lo imaginario como un estar corporalmente en lo real. Joan Castejón ha demostrado en su dilatada y extraordinaria obra una maestría dibujística y compositiva extraordinaria, desde los estudios de anatomía a los retratos, de la carne exacta a la osamenta, de la representación del hombre que camina a esa fascinación por el caballo.
Escapando de la agorafobia espiritual que, en ocasiones, domina a la abstracción ha sabido, sin excusas, desplegar un mundo figurativo que no es mimético, sino al contrario, ficcional, de una épica difícil de explicar. Hay siempre en sus formas un fondo procesual, un dinamismo o, mejor, una maquinación que nos subraya la dimensión reflexiva, el afán de que la mirada vaya más allá de lo representado hasta completar lo simbólico. En sus visiones del hombre, desnudo en esa noche metafísica, transportando huesos inmensos, a punto de desaparecer en Joc del foc (1999), encuentro tanto una honda melancolía cuanto una singular confianza en la energía e inteligencia que poseemos. Castejón invoca la ausencia primordial, esa que puede domar los impulsos animales, cabalgando, como sucede en Recordant Meybridge (1999), sobre las ancas de un caballo reducido a osamenta, compone una figuración de la doma y, así, nos entrega un ludismo que, en cierto sentido, habla de una resistencia a la muerte. Tenemos que retomar, sin miedo, el camino, aprender a poner en esos rostros sin facciones nuestras propias inquietudes, introducirnos en los hermosos pliegues de la obra magistral de Castejón y experimentar, de ese modo, la riqueza de un mundo en que nuestras huellas, azarosas o no, pueden ser memorables.