Relectura de Castejón al filo del tiempo

Después de tanto tiempo, la vida de Castejón y su visión del mundo ha cambiado tan poco que toda su obra me causa un respeto imponente. Han pasado los años y los tiempos, uno a uno por encima de todos nosotros, con la inexorabilidad del vengador incorruptible, pero veo con la misma admiración de siempre -lo sé por lo que imagina, describe y pinta- que Castejón sigue llevando la proa de su velero en la misma deriva de siempre, donde solía y desde el principio, sin hacer caso de escaparates de lujo, de mercantilismos circunstanciales o de escuelas que con el señuelo titular de la vanguardia se cuelan en el estilo del hombre hasta convertirlo en estatua de sal.

Su cuaderno de bitácora -su obra, al fin y al cabo: su biografía cuadro a cuadro- es el de un navegante de altura, quizá la sombra de un marinero de Conrad con larga visibilidad para traducir las señales del tiempo, el doble tal vez de Nostromo en su laberinto, o un loco que disimula su cordura arando en la orilla del mar cuando vienen a buscarlo para ira la guerra, un pasional sosegado por si mismo v por su memoria; el hombre que no se inmuta ante el paso del tiempo, sino que respira su propio aire -su respiración propia, mejor dicho- en la soledad deseada del artista, junto a la orilla de la isla o en alta mar, como otro Odiseo cuya hazaña consiste precisamente en ese jeroglífico: andar solo por el mundo -que es, en palabras de Octavio Paz, estar con uno mismo-, escapar de brujas, voces cantarinas, tentaciones y sirenas, alejado de los bailes de los salones mundanos, de las actividades industriosas v del juego siempre macabro de los valores en bolsa.

De modo que los dibujos, los personajes, los fantasmas, los demonios y las obsesiones del artista me resultan, al filo del tiempo, familiares, consanguíneos, emparentados con mi recuerdo a través del pintor; gentes y sombras a las que no conocí nunca en su inmensa mayoría pero con las que, por hablar con el pintor, llevo hablando y tratando muchos años. Son las mismas de antaño, cuando éramos jóvenes, felices e indocumentados, como escribieron Ernest Hemingway -primero- y García Márquez -después-, cuando entonces -como supo Juan Carlos Onetti-, cuando la vida era una fiesta y cualquier ciudad resultaba ser el paisaje que estábamos buscando. Como dijera Paul Bowles al borde del desierto, el tiempo de la amistad bajo cuya apariencia bullía inquieta una respiración adolescente llena de reclamaciones, espejismos de colores y aventuras interminables.

Es probable que en el alma escondida de Castejón, en el dibujante, en el artista, en el pintor, resida esa mirada de extrañamiento, dubitativa y llena de desconfianza frente a la evidencia que sólo es -casi siempre- la máscara de la apariencia. Y esa duda desconfiada, esa visión que no se da por vencida ni convencida de nada, convierte a este artista del Mediterráneo -en cada gesto, en

cada secuencia que se graba en su retina y se transforma luego en dibujo, en lienzo sacral y cicatriz de la memoria- en un oufsider cuya incapacidad para ser seducido por el embuste de las sirenas le reclama distancias y diferencias políticamente incorrectas.

Tal vez por eso Castejón es, al filo del tiempo, un espadachín invencible que lucha con las sombras extramuros de la ciudad, donde el populacho cree que se divierte, mientras la clase dirigente se divierte de verdad a costa del populacho que cree que se divierte.

Leo en la soledad y la parsimonia vespertinas, mientras el tiempo duerme la siesta o juega a los dados en el cafetín de al lado de mi casa, cada uno de los dibujos de esta exposición de Castejón, desde los retrats de sombras aparentemente anónimas, gentes que no molestan y a las que nadie reconoce ni recuerda, hasta los expresos homenajes artísticos a los modelos universales del pintor:

Goya, Antonio Machado, Pablo Picasso, Walt Whitman, Juan Carlos Onetti, Ausiás

March, gigantescas e indestructlblesombras al f i l o del timpo en cada uno de sus

detalles artísticos. Leo una y otra vez –es decir, releo sin cansancio, con detenimiento, sorpresa y admiración- cada uno de estos dibujos, cada uno de estos retrats y homenajes para constatar la coherencia artística del pintor después de tantos años y la sincronía biográfica con su propia obra. Veo en todos ellos, en todas esas fantásticas sombras que sobrevuelan la imaginación del artista hasta

convertirse en tatuajes insoslayables, una queja que no tiene parentesco alguno con la cultura subvencionada, sino con la mirada del cimarrón que, aunque sonríe, se sabe lobo solitario de la manigua, biógrafo de sí mismo e historiador de los episodios y los personajes que el filo de su tiempo va entregándole como señas de identidad.

Desde que lo conozco, lo reconozco y sigo, desde que descubrí su primer cuadro en su estudio de la isla de Gran Canaria hace más de un tercio de siglo y comencé a admirarlo como ser humano y como artista, Castejón es su propio retrato, la dureza amable de una personalidad inasible en su totalidad, que a veces se dibuja a si mismo como una transparencia fugada en el fondo del espejo, una figura que parece desaparecer en la línea del horizonte, pero que después y siempre reaparece, se evidencia en el protagonismo de las sombras que parecen desaparecer al filo del tiempo, exactamente como el resultado de su propia obra. Al fin y al cabo, esas criaturas no son más que las huellas dactilares del artista que quiere abarcar toda su memoria en un solo cuadro; un cuadro que, al mismo tiempo, asuma y traduzca cada trazo, cada pincelada, cada capricho, sueño, color y volumen de cada una de las obras que a lo largo de toda su existencia el pintor ha reclamado como parte de su propia biografía.

Esos retratos, esos hombres y mujeres –a veces cotidianos, cercanos, cómplices del pintor-, esos dibujos, son las sombras del artista encerrado con el juguete de sus obsesiones borgianas, dibujando, mimando, acariciando, pintando el mismo cuadro de siempre de manera diferente, distinta y distintiva, sin amanerarse, sin el riesgo terrible del manierismo, esa manía que muchos artistas evocan hasta caricaturizarse a sí mismos, de tanto repetirse con la coartada de ir al encuentro del estilo y la originalidad.

De la complicidad, de esa cómplice cercanía con Castejón nacen los recuerdos mientras en esta tarde de soledad escribo el cuento de sus retratos, o la sombra del pintor mientras lo recuerdo cuanto entonces, jóvenes nosotros, felices e indocumentados. En algunos capítulos de mi novela Los dioses de sí mismos la sombra del pintor Castejón es alargada como su obra, como su memoria y la mÍa encontrándose en el vértice de esta tarde sola. En Los dioses de si mismos la vida

de Castejón, la sombra del pintor y sus modos, costumbres, obsesiones y maneras, aparecen y respiran bajo el nombre literario de Nicolás Valero, su alter ego de ficción en mi imaginario (pero reconocible en los rasgos esenciales de su biografía), incuestionablemente pintor al filo del tiempo. Recuerdo y leo que Valero pintaba palomas en la década prodigiosa de los 60, cuando los Beatles, Elvis Presley y Bob Dylan -entre tantos otros de los nuestros- cambiaron la música del

tiempo y recomenzaron la historia de los hombres como si antes no hubiera ocurrido nada. Para Valero, como para el poeta, como para Cohen o Dylan, la respuesta estaba entonces, cuando entonces, en el viento.

En la novela Los dioses de sí mismos –releo ese capítulo en esta soledad vespertina, al filo de este tiempo-, Nicolás Valero expone en una galería de Madrid, en los últimos años del franquismo y luego de salir de la cárcel, sus palomas de paz como una respuesta certera contra y frente a los permanentes

consejos de los señores de la guerra, uniformados por la historia y por la patria,

esas dos patrañas delirantes, insaciables y obcecadas que todavía, y más allá de las respuestas del viento y del tiempo, nos inundan nuestras pesadillas hasta amargarnos los sueños, los ensueños, las sensaciones y las utopías. Este Valero de mi imaginación y recuerdo era cuando entonces aquel Castejón que es exactamente igual a éste de ahora, en su coherencia, en su tenacidad para no salirse de su propia raya, en su conducta personal, en su ética y visión del mundo; un fabricante de sueños, luchador y dueño de su propio aire, de las respuestas

-sus sombras, retratos y dibujos- que sigue escribiendo una a una todos los días en su cuaderno de bitácora, cuyas huellas aparecen ahora, una vez mas como antes y como siempre, al filo del tiempo y en su eterno retorno, en esta exposición que Castejón nos muestra en la orilla misma del mar de todos nosotros.

Al leerlos, al ver esos retratos, tantos dibujos de papel y tantos homenajes, en la soledad de mi tarde de Madrid, en silencio, sin nada ni nadie, recuerdo y releo la frase del novelista Graham Greene:»Una historia no tiene ni principio ni fin; selecciona arbitrariamente un momento de su experiencia para volver la mirada hacia el pasado o hacia el futuro». Porque en cada uno de esos refrats, de esos

estudios, de esos seres humanos con historia personal secreta, veo, leo y releo la

memoria del pintor recreándose, inventándose a sÍ mismo para fundirse con los otros, de la misma manera que Nicolás Valero buscaba sin paliativos la libertad de todos y cada uno de nosotros en las palomas de la paz que entonces, cuando entonces, eran una provocación frente a la guerra y sus señores insaciables.

Blasco Carrascosa constata en los alrededores de esa época, al filo del tiempo, que «ante Castejón, pintor minucioso y tenaz, y -por encima de todo- consecuente, queda expedito el sendero de lo por venir, con todo el riesgo y la implicación sugerente que la aventura lleva consigo. Factor estimulante siempre para un pintor como él, tan armado de recursos profesionales, que se encuentra en plena madurez creativa. La expectación de ello es -para mí al menos- atractiva e ilusionante, pues Castejón, sin duda, nos seguirá ofreciendo, en todo momento una p¡ntura histórica». A esa misma exégesis me adscribo, tras el paso y el peso del tiempo y de los años, y releo cuanto escribí entonces de Castejón, sus trabajos artísticos y sus días de pintor: «El trabajo de Castejón está presidido por la más absoluta seriedad, que no evita por supuesto, la lucidez del elemento lúdico, un camino emprendido hace algunos años, contra todos los vientos y mareas que se producen en la mente de un hombre con vocación de creador; un camino que, paso a paso, y a través de una praxis positivista ha conducido al pintor desde la relevante angustia -llevada al primer plano en los momentos más relevantes de su experiencia- hasta los campos blancos del sarcasmo, cuyo germen es, según el pintor, la anécdota convertida en el objeto primero de la obra».

Cada una de estas obras de ahora, de antes y de siempre retratan, pues, al pintor

Castejón, su talante, su tenacidad, su profesionalidad artística y su visión del mundo. Esa es su experiencia y su diferencia: pinta y dibuja de lo que sabe y cuanto sabe, como aconsejaba Ernest Hemingway a los escritores (escribir sólo sobre lo que realmente sabemos, o imaginamos que sabemos); y por eso son la fuente y el agotamiento del artista, de Castejón y sus sombras, de su memoria, sus recuerdos, anhelos v pasiones, como dirá por escrito Antonio Zaya en 1977, al mismo tiempo que señalan el dibujo del aire de la libertad, donde Bob Dylan ubicaba la respuesta de cuanto éramos y queríamos ser. Es también el retrato oscuro, desasosegado y asmático del hombre en la cárcel, del hombre deshecho por los engranajes de la humillación, el juguete sin atributos que Nicolás Valero vio -como el mismo Castejón en la realidad de su biografia- y dibujó mientras cumplió condena durante la dictadura por esas cosas raras de la vida, una poética que Castejón cinceló en la memoria de su alma de artista desde cuando entonces hasta hacerse como hoy sigue siendo, incorruptible en las esencias y dubitativo con las circunstancias y evidencias, que a veces o casi siempre nos engañan, seducen e hipnotizan con sus voces y encantos de sirena en tiempos de cólera, espanto, tragedia y apocalipsis. Es la mujer cómplice o la audacia de una imaginación que inventa su aventura en el dibujo del Eros siempre reencontrado entre las sombras, en un rincón del armario, en el gesto de la mujer que hemos

querido ver y que nunca hemos visto más que en apariencia. Eros y Muerte en los

tiempos del apocalipsis, esa cólera de Dios que baja del cielo y se aposenta en el artista hasta poseerlo para reinventar y recomponer el mundo desde sus ruinas.

Gracias a esta exposición, me abismo nuevamente en la relectura de la vida y la obra del artista, del Castejón en la memoria de cuanto entonces y del Castejón enhiesto en su coherencia, el Castejón de ahora mismo, retratado junto al mar de todos nosotros. Porque Castejón «construye su pintura» -según dijo Javier Pérez Bazo con acierto totaliador-, «como si cada cuadro fuera un capítulo de un mismo libro, como un poema de poética definida e integrador de único poemario».

A mí, lo confieso, esa visión de la coherencia v la tenacidad de Castejón, esta obra

madura, compacta y abierta, me reafirma en la admiración que siempre le tuve, personal -cercana y cómplice, desde luego- y artística, en la relectura del pintor al filo del tiempo. Y me causa, por encima de todo, después de tantos años y tantas épocas, un respeto imponente.