Un recorrido (apasionado y en volandas) por la faceta dibujística de Castejón

La presente retrospectiva de dibujos de Castejón, para la que se han seleccionado más de sesenta trabajos realizados entre 1964 y 1998, invita a una aproximación acerca de las diversas fases en que han sido materializadas sus intenciones comunicativas mediante el empleo de ese elemento transmisor del flujo de la vida interior que, sin duda, es el dibujo. Ocasión, pues, propicia para rastrear su proceso artístico, a fin de poder conectar con la riqueza formal y la significación poética de sus imágenes. Pues es en la prolífica tarea dibujística de nuestro autor donde se encierran las claves definitorias del conjunto de esa obra artística suya,

pletórica de una simbología que se ofrece para su desentrañamiento, la cual ha venido siendo urdida -quisiera no andar errado- por aquellas razones vitales que fuerzan la objetivación plástica de ese fondo selectivo de la memoria que reclama ser sacado a flote.

Unos pocos dibujos -escogidos con rigor conforman un primer y breve periodo que abarca los años 1964 y 1967.  Momento juvenil pletórico de experiencias (primera exposición individual en la, ya mítica, Sala Mateu, seguida de otra muestra en el Ateneo de Valencia; revelador viaje a París; primeros contactos -en 1966- para la posterior formación del Grup d’Elx…), en el que Castejón anuncia va la que será su peculiar maniera: justeza de la línea y fácil desenvoltura para lograr, acentuando intensidades en su antropomórfica temática, efectos expresivos -véanse sus cabezas y sus desnudos de vigoroso registro-.

Una vez anunciada su pasión por el dibujo -«la más obsesiva tentación del espíritu», en opinión de Valéry, posiblemente sugerida por el fervor gráfico de Degas-, la trayectoria biográfica de Castejón sufre un traumático embate. Encarcelado por antifranquista en varias prisiones españolas -Valencia y Teruel

(1967-1969), y después en Canarias (1971)- realizaría durante su cautiverio más de dos mil dibujos, entre los que cuentan unos cuatrocientos retratos. Sólo unos cuantos se muestran al espectador con motivo de esta exposición, con lo que el lector podrá percatarse del drástico criterio empleado en su selección. (Algún día

-¿por qué no?- habrá que exhibir la totalidad de estos impresionantes dibujos hechos, siendo recluso, por Castejón, exhumando así una funesta –e injusta- experiencia vital).

Aquel que quiera ver, encontrará en estos papeles sobre los que se aplicó cera y lápiz mezclados con angustia, indignación y miedo, todo un trágico testimonio del lado más oscuro y triste del ser humano. Estos dibujos -¡cómo no, «al natural» ! – que ponen ante nuestros ojos retretes, literas, soledades, cuerpos y manos retorcidos, retratos de cabezas y pensadores ensimismados, nos hablan de la degradación humana;  constituyen un esperpéntico fragmento de ese «presente perpetuo» que es la vivencia sufrida en esa dolorosa rabia que se alía desesperadamente con la solidaridad y el impulso de escape hacia las anheladas libertad y poesía. Con dibujos tensos, firmes, soberbios…, cuya fuerza plástica se ve bruñida en ocasiones de melancolía y aún de ternura, Castejón representa la destrucción del hombre con esa intensidad propia de quien no ha perdido la esperanza antropológica.

Un breve interregno carcelario en 1969 es aprovechado para retratar a su padre con el sobrio cromatismo de un dibujo ajustado, de precisos contornos. Es justo el momento en que recrea, a modo de homenaje, la figura de lsadora Duncan, cuya danzante anatomía es interpretada -si bien con brioso ritmo desde los estragos de un inquietante deterioro. (Obra ésta en la que la denotación del signo -pues da la información- se imbrica plásticamente con la emoción suscitada por la connotación del símbolo). Oxigenante ínterin, una vez salido de la celda, en el que vuelve a conectar con sus amigos pintores Sixto, Agulló y Coll para sellar la fundación del Grup d’Elx.

El dibujo de una solitaria barca en el puerto de Dénia augura -es el año 1970- la pronta finalización de sus años de reclusión, pero la memoria del sufrimiento no se ha desvanecido como también perdura el nubarrón que los últimos coletazos del franquismo se empeña en ennegrecer. A partir de 1971 ya dispondrá de herramientas para poder pintar, no siendo ello justificación para impedirle proseguir dibujando con frenesí sus idiosincráticas morfologías.

La aventura creadora de Castejón se adentra durante este tiempo en un entendimiento de la realidad entremezclado con ingredientes simbólicos de tinte surreal, a la vez que lleva a cabo alegóricas translaciones a modo de una teatralización que pareciera ubicarse fuera del tiempo y del espacio. Si en el calabozo dibujaba para no caer en la depresión, ahora lo hace con la autoimpuesta obligación del compromiso en esta  mediatizada libertad. Su virtuosismo le podía facilitar el abundar en los excesos de lo panfletario, pero Castejón -«yo me expreso»-, rehuyó con convicción esa tentación, y forjó con tenacidad un mundo de «mensajes» -en el que no sólo está lo que se dice, sino lo que podría decir-, fornido de mutaciones y metamorfosis, preñado de ambigüedad semántica, del que han emergido -entre sombras e inconcreciones algunas de sus más turbadoras creaciones.

Me refiero a sus dibujos de dislocadas formas humanas que persiguen el gusto por lo difícil; a esos personajes que parecen haber surgido de la febril imaginación de Kafka, es decir, metamorfoseados, transmutados, desgarrados, troceados, descoyuntados, cosidos, deformados… Son dibujos crucificados

entre la horizontal de una oprobiosa época sembrada de horrores v la vertical de la actitud ética enfiladora de la denuncia social, que -a la vez- se ven atravesados diagonalmente por un delirio cuasi surreal que engendra evoluciones, mutaciones y simbiosis entre lo humano y lo animal. (Siglos atrás, el pintor Le Brun se anticipaba a la intención dibujística de Castejón, sentenciando que «basta un lapicero para expresar todo lo que en la naturaleza existe, incluidas las pasiones humanas»).

Y es que en esta fecunda fase artística del pintor ilicitano se trastoca -y se ensambla un mundo «real» ceñido a las características humanas con ese otro universo –así mismo «real»- propio de los especímenes animales, para hibridarlos en una simbiosis antropozoomórfica que comulga a la vez de presupuestos reales y fantásticos, fabulados y verídicos, entes unos de ficción y otros de razón… Dibujos ajenos a cualquier entendimiento elegante -y menos aún económico cuyas raices hay que encontrarlas cavando hasta darse de bruces con los argumentos de la vida; dibujos con visión personal que atribuyen al bestiario las características idiosincráticas de lo humano; puntos de vista llevados al arte del dibujo para estampar torturadas y mutiladas anatomías -clamores que evidencian libertades manipuladas y alienaciones colectivas-, registradas como operaciones metonímicas de cuerpos que se han mutado en símbolos de la violencia…

En el comienzo de la década de los años ochenta, Castejón sustituirá sus dibujos de ceras sobre papel por otros en los que predomina el óleo. Inicio de una distinta estación -puerta abierta- en la que su pintura se hace más colorista; cambio de ciclo a la zaga de la belleza, de una no-figuración que difícilmente eludirá esa referencia fielmente mantenida durante tantos años respecto a la figura. Pero el dibujante Castejón no puede echar por la borda algo en lo que él cree con convicción: que el principal fundamento de la pintura es el dibujo. Tal es así que, sabedor de la función germinal de éste, se aplica una vez tras otra, sea en trazos amplios o incisivos, sutiles o robustos -nunca yermos, asépticos, vacíos de sentido, ni mucho menos resecos-, a sus cuidadas tonalidades sienas, sepias, ocres y tierras No se ha anquilosado en su periplo dibujístico,  permanentemente in fieri. Más bien al contrario, su reenfocado repertorio de imágenes vehiculadas con la tersura de sus austeras gamas, pone resueltamente -y espléndidamente- sobre el tapete su evolución, que es -a la vez- conceptual, temática y procedimental. Sus personajes errantes, esos hombres que caminan o corren -con el mismo ímpetu de la veloz línea que los traza- quizá sin saber adónde, son los protagonistas en estos dibujos de calculada dirección y elástica flexibilidad, que arrancan de 1982, y muy avezado debe estar quien los mira para discernir que no se ha utilizado el recurso del collage, sino que es la maestría dibujística de su artífice quien ha logrado el procurado efecto de relieve.

También éste es el trecho de su discurso artístico -ahora mas diversificado temáticamente- en el que los dibujos de calaveras y osarios (obvia es aquí la referencia a thanatos, justo en el límite del orbe de la muerte), tienen su contrapunto en los trazos –tenues en ocasiones, concisos en otras- que con perfiladas siluetas, pulsionales rasgos y casi inapreciables matices corporeizan su antitesis (la vida, el amor, el eros). Afanado transcurso biográfico de Casteión en el que pinta orientado hacia la abstracción -¡qué azules son sus espacios abiertos, metáfora de traspaso hacia lo no contingente!-, en cuyo proceso artístico que ensortija la pasión del emisor con la expectativa del receptor, no podemos dejar en el olvido el personal homenaje tributado a esos excepcionales «tres Pablos» (Picasso, Neruda’ Casals)’ cuyas respectivas figuras quedan inmortalizadas por la «crónica» que, indefectiblemente, las sujeta a su tiempo histórico.

Este agudo celo por rescatar la insigne fisonomía de ilustres personajes no era cosa nueva en la iconografía dibujística de Castejón, No dejemos en el arcén de esta breve travesía sus anteriores incursiones -servidas por esa matriz del arte, que es el dibujo-, en la obra literaria de autores tan notorios como Antonio Machado (dibujos realizados entre 1968 v 1971, es decir, en su tiempo de penado); Gabo García Márguez -con más de cien pinturas y cuarenta dibujos hechos a partir de 1973, alusivos a su magistral novela Cien años de soledad-; el novelista costumbrista y realista que fue don Benito Pérez Galdós -retrato imaginario de 1995-; y esos otros estudios fijados con el ascetismo cromático de su minucioso y atento dibujo- dedicados admirativamente a sus predilectos poetas (Miguel Hernández, Nazin Hikmet, Walt Whitman, Ausiás March), así como a los novelistas (Onetti), pintores (Goya, y el ya referido Plcasso), y fotógrafos (Muybridge), que en su momento le impactaron con el dardo de su emoción. Espejos y reflejos, en definitiva…

Hasta aquí un parvo bosquejo hilado al calor que -todavía- se desprende de estos dibujos de Castejón, los cuales portan al compás de su descarga emocional el tono de un color que no se sabe con certeza si es óseo o de madera calcinada. Algunos de ellos -reflexivos, alusivos, críticos, autoexigentes, palpitantes, significativos…- están atrapados en mi memoria: El pensador de Mislata (1967); Boca (1972), La carrera (1982); Retrat de Paca (987J; Elogi del foc (1 998)… Y quiero «conservarlos» en ese sancta sanctórum que es mi íntimo almacén de recuerdos, sin que pierdan un ápice de su insobornable -y, por ello, atractivo- espíritu consecuente; de su atesorada conciencia -proyectada a la sociedad- irónica, satírica, sarcástica, agria…, y, simultáneamente, diáfana, inquietante, transformadora, sensual, desconcertante, onírica, transcendente…

desventuras, entonces la obra de Joan Castejón es una experiencia fascinante, un gozo, una fuente de conocimiento y una lectura arrebatadora de nuestra historia y de nosotros mismos